radiografía de la soledad - oscar borbolla

blog 1 de abr. de 2024

Dicen que la soledad es lo mejor para quitarnos las máscaras que tenemos que usar en sociedad, y es cierto. Cuando uno está solo en su casa no repara en la expresión de su rostro al pasar de una habitación a otra: la buena o mala facha que podamos traer nos importa un bledo. Uno se saca los zapatos, avienta la corbata o el sostén y se apoltrona donde más a gusto se siente. Uno, a solas, experimenta hambre a deshoras y come o pica lo que se le antoja sin cumplir con ningún protocolo. Esto ocurre, claro, siempre y cuando no se espere a nadie o no tenga uno algún pendiente, algún compromiso con alguien, porque, entonces, ese alguien falsea nuestra soledad y está ahí instalado con su incómoda demanda ante nosotros.

Estar a solas no es tan sencillo como parece: resulta necesario suspender los vínculos con los demás, esas cadenas que siguen tirando de uno aun cuando no hay nadie, pues no es lo mismo la soledad que el mero no estar siendo visto. En mi cuarto, a solas, gozo del privilegio de no sentirme supervisado, pero esto no quita que los demás sigan estando presentes ordenando mi tiempo, recordándome la serie de tareas que me atan a ellos. Para hallarme efectivamente a solas, necesito escapar también de la invisible invasión de los otros. Necesito que no haya nadie y, además, estar de vacaciones. Sentirme con el derecho de emplear mi tiempo en lo que se me pegue la gana.

Pero tampoco es suficiente estar uno solo en su casa y de vacaciones para sentir la auténtica soledad. La casa de uno es extremadamente familiar: sabe de nuestros hábitos, se anticipa a nuestros deseos; conocemos perfectamente sus ventajas y sus carencias. La propia casa impide que uno se sienta realmente solo: está ella con su sillón donde muchos se han sentado, la quemadura en la mesa de la vez que alguien nos visitó, el adorno que nos regalaron… en casa todo grita la presencia de la sociedad en la que estamos inmersos.

Uno está más solo cuando se va solo de viaje y en periodo de vacaciones: lo impersonal del cuarto de hotel, la ajenidad de los olores y los ruidos, el hecho de que ahí no nos conozca nadie, permite que comencemos a relajarnos, a quitarnos las máscaras que nuestros conocidos nos fuerzan a ponernos. Uno puede, ahí, en el viaje solitario, preguntarse libremente qué quiere hacer, qué quiere comer, a dónde quiere ir. Libremente significa: sin complacer a nadie. Uno puede en esta soledad, si el viaje es en verdad extremo, conocerse a uno mismo, porque, si en efecto, uno ha logrado librarse de los demás, puede atreverse a hacer lo que quiere sin que el juicio del otro lo corrija, lo critique, lo juzgue…

Qué ganas de elegir quién quiere uno ser en el anonimato de la soledad, cuando, por fin, uno se encuentra solo con uno mismo, sin referentes, sin testigos, sin jueces; pero todavía, entonces, uno carga con demasiadas ataduras sociales, con los escrúpulos y los miedos y los gustos que nos inculcaron, y con el lenguaje que nos gobierna y que le da forma y delimitación a todo lo que tenemos delante. ¿Cómo estar realmente solo es esa soledad completa para poder quitarse la última máscara? La soledad que hace falta para esto no es aquella que únicamente nos permite zafarnos los zapatos, la corbata o el  sostén y apoltronarnos sin cuidar el decoro.

@oscardelaborbol

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